A 10 años de los
'Caracoles' y 20 de la emergencia del EZLN, la autonomía de las comunidades
zapatistas es ya realidad, y en esta visita a la que convocaron, muestran sus
avances educativos y organizativos a mil 700 invitados del mundo.
Dominical / Milenio / Adriana Malvido
En Chiapas, ahí donde las comunidades indígenas
fueron invisibles por siglos y sorprendieron al mundo en el amanecer de 1994
con un levantamiento en rebeldía, ahí donde traicionados los acuerdos con el
gobierno, se organizaron y optaron por la autonomía, ahí donde caben todos los
colores, las lenguas y los sueños, hace una semana la selva lacandona y las
montañas se vistieron de aula. Así recibieron a mil 700 invitados de los cinco
continentes convocados a conocer la nueva forma de vida que se ejerce en los
cinco Caracoles, comunidades zapatistas autónomas desde hace 10 años.
La invitación, firmada por los subcomandantes
Moisés y Marcos del EZLN llegó en marzo. Confirmé mi asistencia para participar
en “La Escuelita” como alumna en el curso “La Libertad según L@s Zapatistas”
que se llevaría a cabo del 12 al 17 de agosto. El único requisito fue:
disposición para escuchar y mirar, llevar el corazón bien puesto y solo 100
pesos, para los útiles. Como todos, me registré en el Centro de Capacitación
Indígena (CIDECI) en San Cristóbal de las Casas y recogí mis cuatro libros de
texto (Gobierno Autónomo I y II, Resistencia Autónoma y Participación de las
Mujeres en el Gobierno Autónomo) y dos dvd. A partir de entonces, todo fue
descubrimiento. Para empezar, la capacidad de organización del EZLN que
movilizó hacia su destino a tanto “compa” en perfecto orden, en decenas de pick
ups, trocas y camiones que circularon en caravana hacia los distintos
Caracoles: La Realidad, Oventik, La Garrucha, Morelia y Roberto Barrios.
Se me asignó el Caracol Morelia “Torbellino de
nuestras palabras”, en Altamirano. Luego de seis horas de trayecto en la parte
trasera de una pick up compartida con diez “compas”, cerca de la media noche
vimos un gran letrero: “Está usted entrando a territorio zapatista en rebeldía.
Aquí manda el pueblo y el gobierno obedece”.
El silencio era impactante. Nos formaron en dos
filas, una de compañeras y otra de compañeros, éramos unos 300. Y enfrente de
nosotras, una enorme fila de mujeres con pasamontañas. Una vez que pasé el
registro y me identifiqué, recibí un saludo: “Yo soy tu 'Votán', compañera”. A
cada uno de los alumnos se le asignó un “Votán”, que significa “guardián y
corazón del pueblo”, “guardián y corazón de la tierra” o “guardián y corazón
del mundo”. Celina, una mujer de 43 años, con su impecable vestimenta tzeltal,
sería mi inseparable guardiana, mi intérprete y traductora desde entonces hasta
el último día. Me condujo a un galerón donde pasé la noche, con muchas otras
alumnas de todo el mundo, sobre tablones de madera extendidos en el suelo.
En el auditorio del Caracol, la Junta de Buen
Gobierno (JBG) nos dio la bienvenida, en tzeltal y en español. Calidez y
humildad de la mano: “No queremos que sufran, discúlpenos si no están cómodos”,
mientras afuera, en la cancha de básquet, un grupo musical nos invitaba a
bailar y se ofrecía la cena en grandes cacerolas humeantes de frijoles,
tostadas y café. Pasaba de las tres de la mañana cuando nos retiramos a
descansar. Y tres horas y media después, ahí estaba Celina: “Compañera, ya está
el desayuno”.
El Caracol es como un centro comunitario donde
trabaja la JBG, se reúnen los promotores y delegados de los municipios y
localidades y se realizan las asambleas. A la luz del día pude apreciar los
extraordinarios murales que tapizan sus instalaciones, uno del célebre artista
callejero británico, Bansky. Hay sala de cómputo e internet, dormitorios, una
cafetería… Todo rodeado de bosques de pino.
En el auditorio comenzaron las clases. “Compas”,
hombres y mujeres de las JBG nos contaron su historia, desde la vida de sus
“abuelos” hasta el 1492, 1810 y 1910 cuando reclamaron su derecho a la tierra y
cómo, luego de años de promesas incumplidas, “los engaños nos obligaron a
levantarnos y a buscar en el autogobierno y la autonomía una mejor vida. Nos
dimos cuenta que no necesitamos del mal gobierno”. “A ustedes, hermanos de todo
el mundo, les pedimos paciencia, estamos construyendo una vida en libertad, son
apenas 19 años contra 500, y ha sido difícil, con muchos obstáculos,
reconocemos los errores en el camino porque nos enseñan lo que hay que corregir.
La resistencia es pacífica, y sin una sola bala disparada hemos conseguido lo
que hoy tenemos, la democracia, la libertad y la justicia que estamos
practicando”.
Explicaron cómo se organizan. Las JBG se basan en
siete principios: servir y no servirse; representar y no suplantar; proponer y
no imponer; convencer y no vencer; obedecer y no mandar; construir y no
destruir; bajar y no subir. El pueblo manda y el gobierno obedece, rinde
cuentas cada dos o tres meses y si alguno falla, es sustituido por otro electo
en asamblea. Son los ancianos quienes presiden las ceremonias.
Su sistema de justicia cuenta con mediadores que
deciden el acuerdo entre las partes o el castigo por un delito. Apuesta por la
rehabilitación “porque aunque alguien se pase de listo, no debemos olvidar que
es un ser humano”. En palabras de otro “compa”: “Si alguien maltrata a una
mujer, es la autoridad quien se encarga de castigar al cabrón”.
La Educación: “No queremos que las nuevas
generaciones sufran el analfabetismo de nuestros abuelos”. Cuentan con tres
años de primaria y tres de secundaria además de cursos de nivelación. Los niños
van avanzando conforme a sus resultados y las materias son elaboradas en cada
Caracol, para que el pueblo las revise, las corrija y las apruebe. Matemáticas,
Historia, Naturaleza, Lenguas (local y español)… aprenden a producir, a
defender su entorno, a valorar su cultura y tienen sus propios libros de texto.
La salud contempla una larga lista de medidas que
van desde la higiene y la prevención de enfermedades, vacunación,
desparasitación y clínicas, hasta planificación familiar “sin imposiciones”,
educación sexual, división de basura, hortalizas familiares y el rescate y
capacitación de parteras, hueseras y medicina herbolaria.
La agroecología: La Tierra, dicen los zapatistas,
“es nuestra madre” y la lucha “nuestro padre”. Cultivan con abonos orgánicos y
jamás utilizan químicos o insecticidas. La Tierra les proporciona el alimento
diario: maíz, frijol, verduras, zanahoria, rábano, lechuga, café, calabaza,
chayote, papa, cebolla, chile… “nuestra semillas naturales son sagradas”… hacen
compostas y todo se aprovecha. Nadie aquí volverá a pasar hambre. Porque,
además, todo se hace en función del “colectivo” que es la palabra más
pronunciada en tzeltal, tzotzil y tojolabal.
Las Mujeres: Antes de 1994 sufrieron
discriminación, maltrato, su vida se centraba en servir al esposo, en cuidar
los animales y criar a los hijos. No iban a la escuela ni tenían derecho a
aprender el español. Las niñas se vendían o intercambiaban, se les imponía un
esposo. En los ranchos, los patrones que no pagaban salarios a los campesinos
abusaban además de sus mujeres. Hasta que dijeron ¡basta! Y surgió la Ley
Revolucionaria de las Mujeres, se prohibió el consumo de alcohol y bajó la violencia
intrafamiliar, ya no se venden hijas y ellas pueden decidir su vida y ocupar
cargos en los tres niveles de gobierno: local, municipal y de zona. Han sido y
son ellas quienes encabezan la resistencia en caso de incursiones hostiles.
La resistencia también se da en la economía, sobre
todo porque programas oficiales como Oportunidades, Progresa o los “desayunos
escolares”, que para ellos son “migajas” que no van con la dignidad del
trabajo, han provocado deserciones en las comunidades. “El dinero distrae el
pensamiento”, dicen. Tienen su propia Banca Autónoma Zapatista que da crédito a
quienes lo necesitan y parte de sus ingresos proviene de dos balnearios: El
Salvador y Tzaconejá.
Por la tarde, en medio de un torrencial chubasco,
los alumnos y guardianes salimos hacia la verdadera escuela que fue vivir con
una familia zapatista en diferentes comunidades. Luego de dos horas en la parte
trasera de una troca, nos depositaron a 18 alumnos con nuestros guardianes al
pie de la carretera donde yace un letrero: “Ejido 10 de Mayo, Municipio
Autónomo 17 de noviembre, Caracol IV. Morelia”. Descendimos una empinada y
larga colina para llegar al poblado. Mientras nosotros con mochilas, botas y
chamarras luchábamos por no caer en el lodazal, Celina se descalzó y me abría
el camino: “No te vayas a caer compañera”; otras guardianas llevaban bebés en
su rebozo y descendían sin dificultad.
El ejido, enclavado en la selva y rodeado de
montañas ofrece un paisaje que corta la respiración, la neblina cubriendo el
horizonte, las nubes y la luz del atardecer sobre nosotros y una bella ermita.
Todo esto fue un rancho cuyo propietario lo abandonó al huir el 1º de enero de
1994, con el levantamiento. Ahora es tierra zapatista donde viven 40 familias
que nos esperaban en silencio para darnos una emotiva bienvenida que nos abrazó
dentro de un pequeño auditorio que, como todas las casas, es de tablas de
madera con techo de lámina y piso de tierra.
Una familia tzeltal, integrada por Porfirio (29),
Elizabeth (23) y sus hijos Carmen (9 años), Alfredo (7) e Irene (seis meses),
me acogió junto con mi guardiana, desde el lunes hasta el jueves. Nos cedieron
su cuarto, con su cama de tablones de madera que por la noche se cubre con un
“pabellón” para protegerse de los bichos, un foco y una mesita con su silla
“para que estudies”, me indicó Celina. En otra casita, enfrente, se encuentra
la estufa de leños, una mesa de madera con sus bancas para comer y la hamaca
donde duerme Irene La Morena. A unos 10 metros, se encuentra la impecable
letrina seca, y a unos 20, la llave de agua donde nos bañamos a jicarazos.
Despiertan con el canto de los pájaros, así que
cada día a las 5 de la mañana nos levantamos a moler el maíz y hacer tortillas
y tostadas con Elizabeth, que trabaja de sol a sol con su bebé en el rebozo o
comiendo de su pecho. Con las “compas” fuimos al río, a los salones escolares,
a la hortaliza en donde nos enseñaron a manejar el machete y el azadón, a
sembrar y a cosechar. Lo que deseen lo compran a crédito, 50 centavos una
lechuga, por ejemplo. Una “compa” lleva la lista donde anota y todo eso que se
recaba es para “el colectivo” y sus necesidades. Otro día, nos enseñaron a
preparar pan dulce; una mañana más, fui a la milpa en donde Elizabeth, con
Irene a cuestas, cortaba con su machete los elotes que atrapaba el pequeño
Alfredo en un costal. Hicimos tamales. Aquí no generan basura, todo es
orgánico. La hoja del maíz se hace cubierta de tamal, la mazorca sin grano
alimenta al caballo y la tostada que queda es alimento para los pollos.
¿No te vas a bañar compañera? ¿Ya vas a estudiar?,
me preguntaba mi “Votán”. Ella ha tenido varios cargos y es experta en
herbolaria; bordaba por la tarde y respondía a mis dudas mientras yo leía. Un
día me preguntó si quería cenar. “No sé, ustedes dicen”, sugerí. Me contestó:
“Tú, adentro, lo sabes todo”.
Creo que nos íbamos a dormir a las nueve de la
noche. Y es que hay tres horarios: “el de Dios” en la comunidad; el del “mal
gobierno”, que altera al anterior, y el del sureste mexicano. En 10 de mayo
todos son zapatistas, muchos padres de familia eran niños en 1994 y llevan la
convicción libertaria en la mirada, comparten la religión (católica) y la
armonía comunitaria es asombrosa. En otras comunidades conviven con
“partidistas”, diversas religiones… y la situación es mucho más complicada, me
cuentan.
El maíz y el frijol son la base alimenticia. De
repente arroz o un huevo, pero siempre, a las 12 del día, tomar pozol es un
ritual. Me dice Teresa, una guardiana: “La Tierra nos sostiene. Mientras
estemos bien plantados con nuestro maicito y frijolito, aguantamos la pobreza”.
Nos despiden con una fiesta memorable, caldo de res
y barbacoa. Bailan los compañeritos, los guardianes y los alumnos con música en
vivo. La alegría de los niños es oxígeno para la esperanza. Junto al respeto,
la paciencia, la organización y, sobre todo, la dignidad. No hay miedo, ni
cuando un avión militar sobrevoló una tarde la zona en tres ocasiones. “Aquí
nos respetamos, nos escuchamos y nos entendemos”, resume un “compa”.
En la emotiva reunión final del Caracol, hay sesión
de preguntas. “¿Qué cuántos zapatistas hay? Como ustedes ya se habrán dado
cuenta, somos un chingo”. Y se oye una voz femenina que dice: “Nuestra lucha es
pacífica porque estamos por la vida y no por la muerte”.
A 10 años de los Caracoles y 20 del levantamiento
del EZLN, la autonomía de estas comunidades zapatistas ya no es utopía sino
realidad. Y la libertad, algo que se construye día con día, porque, diría el
sup Marcos, la libertad se mueve, no puede encadenarse a sí misma.
Aún ahora llevo impregnado el olor a leña en la
piel, la mirada de los niños en mi pupila, la música del tzeltal en mis oídos,
el corazón inquieto de esperanza y una rima que escuché: En mi casa tengo una
mata de sandía/ cuando voy a la escuelita/ me acuerdo de mi rebeldía.
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