Sunday, August 25, 2013

CHIAPAS: “La Escuelita” y sus alumnos. La libertad según los zapatistas


A 10 años de los 'Caracoles' y 20 de la emergencia del EZLN, la autonomía de las comunidades zapatistas es ya realidad, y en esta visita a la que convocaron, muestran sus avances educativos y organizativos a mil 700 invitados del mundo.
Dominical / Milenio / Adriana Malvido

En Chiapas, ahí donde las comunidades indígenas fueron invisibles por siglos y sorprendieron al mundo en el amanecer de 1994 con un levantamiento en rebeldía, ahí donde traicionados los acuerdos con el gobierno, se organizaron y optaron por la autonomía, ahí donde caben todos los colores, las lenguas y los sueños, hace una semana la selva lacandona y las montañas se vistieron de aula. Así recibieron a mil 700 invitados de los cinco continentes convocados a conocer la nueva forma de vida que se ejerce en los cinco Caracoles, comunidades zapatistas autónomas desde hace 10 años.

La invitación, firmada por los subcomandantes Moisés y Marcos del EZLN llegó en marzo. Confirmé mi asistencia para participar en “La Escuelita” como alumna en el curso “La Libertad según L@s Zapatistas” que se llevaría a cabo del 12 al 17 de agosto. El único requisito fue: disposición para escuchar y mirar, llevar el corazón bien puesto y solo 100 pesos, para los útiles. Como todos, me registré en el Centro de Capacitación Indígena (CIDECI) en San Cristóbal de las Casas y recogí mis cuatro libros de texto (Gobierno Autónomo I y II, Resistencia Autónoma y Participación de las Mujeres en el Gobierno Autónomo) y dos dvd. A partir de entonces, todo fue descubrimiento. Para empezar, la capacidad de organización del EZLN que movilizó hacia su destino a tanto “compa” en perfecto orden, en decenas de pick ups, trocas y camiones que circularon en caravana hacia los distintos Caracoles: La Realidad, Oventik, La Garrucha, Morelia y Roberto Barrios.

Se me asignó el Caracol Morelia “Torbellino de nuestras palabras”, en Altamirano. Luego de seis horas de trayecto en la parte trasera de una pick up compartida con diez “compas”, cerca de la media noche vimos un gran letrero: “Está usted entrando a territorio zapatista en rebeldía. Aquí manda el pueblo y el gobierno obedece”.

El silencio era impactante. Nos formaron en dos filas, una de compañeras y otra de compañeros, éramos unos 300. Y enfrente de nosotras, una enorme fila de mujeres con pasamontañas. Una vez que pasé el registro y me identifiqué, recibí un saludo: “Yo soy tu 'Votán', compañera”. A cada uno de los alumnos se le asignó un “Votán”, que significa “guardián y corazón del pueblo”, “guardián y corazón de la tierra” o “guardián y corazón del mundo”. Celina, una mujer de 43 años, con su impecable vestimenta tzeltal, sería mi inseparable guardiana, mi intérprete y traductora desde entonces hasta el último día. Me condujo a un galerón donde pasé la noche, con muchas otras alumnas de todo el mundo, sobre tablones de madera extendidos en el suelo.

En el auditorio del Caracol, la Junta de Buen Gobierno (JBG) nos dio la bienvenida, en tzeltal y en español. Calidez y humildad de la mano: “No queremos que sufran, discúlpenos si no están cómodos”, mientras afuera, en la cancha de básquet, un grupo musical nos invitaba a bailar y se ofrecía la cena en grandes cacerolas humeantes de frijoles, tostadas y café. Pasaba de las tres de la mañana cuando nos retiramos a descansar. Y tres horas y media después, ahí estaba Celina: “Compañera, ya está el desayuno”.

El Caracol es como un centro comunitario donde trabaja la JBG, se reúnen los promotores y delegados de los municipios y localidades y se realizan las asambleas. A la luz del día pude apreciar los extraordinarios murales que tapizan sus instalaciones, uno del célebre artista callejero británico, Bansky. Hay sala de cómputo e internet, dormitorios, una cafetería… Todo rodeado de bosques de pino.

En el auditorio comenzaron las clases. “Compas”, hombres y mujeres de las JBG nos contaron su historia, desde la vida de sus “abuelos” hasta el 1492, 1810 y 1910 cuando reclamaron su derecho a la tierra y cómo, luego de años de promesas incumplidas, “los engaños nos obligaron a levantarnos y a buscar en el autogobierno y la autonomía una mejor vida. Nos dimos cuenta que no necesitamos del mal gobierno”. “A ustedes, hermanos de todo el mundo, les pedimos paciencia, estamos construyendo una vida en libertad, son apenas 19 años contra 500, y ha sido difícil, con muchos obstáculos, reconocemos los errores en el camino porque nos enseñan lo que hay que corregir. La resistencia es pacífica, y sin una sola bala disparada hemos conseguido lo que hoy tenemos, la democracia, la libertad y la justicia que estamos practicando”.

Explicaron cómo se organizan. Las JBG se basan en siete principios: servir y no servirse; representar y no suplantar; proponer y no imponer; convencer y no vencer; obedecer y no mandar; construir y no destruir; bajar y no subir. El pueblo manda y el gobierno obedece, rinde cuentas cada dos o tres meses y si alguno falla, es sustituido por otro electo en asamblea. Son los ancianos quienes presiden las ceremonias.
Su sistema de justicia cuenta con mediadores que deciden el acuerdo entre las partes o el castigo por un delito. Apuesta por la rehabilitación “porque aunque alguien se pase de listo, no debemos olvidar que es un ser humano”. En palabras de otro “compa”: “Si alguien maltrata a una mujer, es la autoridad quien se encarga de castigar al cabrón”.

La Educación: “No queremos que las nuevas generaciones sufran el analfabetismo de nuestros abuelos”. Cuentan con tres años de primaria y tres de secundaria además de cursos de nivelación. Los niños van avanzando conforme a sus resultados y las materias son elaboradas en cada Caracol, para que el pueblo las revise, las corrija y las apruebe. Matemáticas, Historia, Naturaleza, Lenguas (local y español)… aprenden a producir, a defender su entorno, a valorar su cultura y tienen sus propios libros de texto.

La salud contempla una larga lista de medidas que van desde la higiene y la prevención de enfermedades, vacunación, desparasitación y clínicas, hasta planificación familiar “sin imposiciones”, educación sexual, división de basura, hortalizas familiares y el rescate y capacitación de parteras, hueseras y medicina herbolaria.

La agroecología: La Tierra, dicen los zapatistas, “es nuestra madre” y la lucha “nuestro padre”. Cultivan con abonos orgánicos y jamás utilizan químicos o insecticidas. La Tierra les proporciona el alimento diario: maíz, frijol, verduras, zanahoria, rábano, lechuga, café, calabaza, chayote, papa, cebolla, chile… “nuestra semillas naturales son sagradas”… hacen compostas y todo se aprovecha. Nadie aquí volverá a pasar hambre. Porque, además, todo se hace en función del “colectivo” que es la palabra más pronunciada en tzeltal, tzotzil y tojolabal.

Las Mujeres: Antes de 1994 sufrieron discriminación, maltrato, su vida se centraba en servir al esposo, en cuidar los animales y criar a los hijos. No iban a la escuela ni tenían derecho a aprender el español. Las niñas se vendían o intercambiaban, se les imponía un esposo. En los ranchos, los patrones que no pagaban salarios a los campesinos abusaban además de sus mujeres. Hasta que dijeron ¡basta! Y surgió la Ley Revolucionaria de las Mujeres, se prohibió el consumo de alcohol y bajó la violencia intrafamiliar, ya no se venden hijas y ellas pueden decidir su vida y ocupar cargos en los tres niveles de gobierno: local, municipal y de zona. Han sido y son ellas quienes encabezan la resistencia en caso de incursiones hostiles.

La resistencia también se da en la economía, sobre todo porque programas oficiales como Oportunidades, Progresa o los “desayunos escolares”, que para ellos son “migajas” que no van con la dignidad del trabajo, han provocado deserciones en las comunidades. “El dinero distrae el pensamiento”, dicen. Tienen su propia Banca Autónoma Zapatista que da crédito a quienes lo necesitan y parte de sus ingresos proviene de dos balnearios: El Salvador y Tzaconejá.

Por la tarde, en medio de un torrencial chubasco, los alumnos y guardianes salimos hacia la verdadera escuela que fue vivir con una familia zapatista en diferentes comunidades. Luego de dos horas en la parte trasera de una troca, nos depositaron a 18 alumnos con nuestros guardianes al pie de la carretera donde yace un letrero: “Ejido 10 de Mayo, Municipio Autónomo 17 de noviembre, Caracol IV. Morelia”. Descendimos una empinada y larga colina para llegar al poblado. Mientras nosotros con mochilas, botas y chamarras luchábamos por no caer en el lodazal, Celina se descalzó y me abría el camino: “No te vayas a caer compañera”; otras guardianas llevaban bebés en su rebozo y descendían sin dificultad.

El ejido, enclavado en la selva y rodeado de montañas ofrece un paisaje que corta la respiración, la neblina cubriendo el horizonte, las nubes y la luz del atardecer sobre nosotros y una bella ermita. Todo esto fue un rancho cuyo propietario lo abandonó al huir el 1º de enero de 1994, con el levantamiento. Ahora es tierra zapatista donde viven 40 familias que nos esperaban en silencio para darnos una emotiva bienvenida que nos abrazó dentro de un pequeño auditorio que, como todas las casas, es de tablas de madera con techo de lámina y piso de tierra.

Una familia tzeltal, integrada por Porfirio (29), Elizabeth (23) y sus hijos Carmen (9 años), Alfredo (7) e Irene (seis meses), me acogió junto con mi guardiana, desde el lunes hasta el jueves. Nos cedieron su cuarto, con su cama de tablones de madera que por la noche se cubre con un “pabellón” para protegerse de los bichos, un foco y una mesita con su silla “para que estudies”, me indicó Celina. En otra casita, enfrente, se encuentra la estufa de leños, una mesa de madera con sus bancas para comer y la hamaca donde duerme Irene La Morena. A unos 10 metros, se encuentra la impecable letrina seca, y a unos 20, la llave de agua donde nos bañamos a jicarazos.

Despiertan con el canto de los pájaros, así que cada día a las 5 de la mañana nos levantamos a moler el maíz y hacer tortillas y tostadas con Elizabeth, que trabaja de sol a sol con su bebé en el rebozo o comiendo de su pecho. Con las “compas” fuimos al río, a los salones escolares, a la hortaliza en donde nos enseñaron a manejar el machete y el azadón, a sembrar y a cosechar. Lo que deseen lo compran a crédito, 50 centavos una lechuga, por ejemplo. Una “compa” lleva la lista donde anota y todo eso que se recaba es para “el colectivo” y sus necesidades. Otro día, nos enseñaron a preparar pan dulce; una mañana más, fui a la milpa en donde Elizabeth, con Irene a cuestas, cortaba con su machete los elotes que atrapaba el pequeño Alfredo en un costal. Hicimos tamales. Aquí no generan basura, todo es orgánico. La hoja del maíz se hace cubierta de tamal, la mazorca sin grano alimenta al caballo y la tostada que queda es alimento para los pollos.

¿No te vas a bañar compañera? ¿Ya vas a estudiar?, me preguntaba mi “Votán”. Ella ha tenido varios cargos y es experta en herbolaria; bordaba por la tarde y respondía a mis dudas mientras yo leía. Un día me preguntó si quería cenar. “No sé, ustedes dicen”, sugerí. Me contestó: “Tú, adentro, lo sabes todo”.

Creo que nos íbamos a dormir a las nueve de la noche. Y es que hay tres horarios: “el de Dios” en la comunidad; el del “mal gobierno”, que altera al anterior, y el del sureste mexicano. En 10 de mayo todos son zapatistas, muchos padres de familia eran niños en 1994 y llevan la convicción libertaria en la mirada, comparten la religión (católica) y la armonía comunitaria es asombrosa. En otras comunidades conviven con “partidistas”, diversas religiones… y la situación es mucho más complicada, me cuentan.

El maíz y el frijol son la base alimenticia. De repente arroz o un huevo, pero siempre, a las 12 del día, tomar pozol es un ritual. Me dice Teresa, una guardiana: “La Tierra nos sostiene. Mientras estemos bien plantados con nuestro maicito y frijolito, aguantamos la pobreza”.

Nos despiden con una fiesta memorable, caldo de res y barbacoa. Bailan los compañeritos, los guardianes y los alumnos con música en vivo. La alegría de los niños es oxígeno para la esperanza. Junto al respeto, la paciencia, la organización y, sobre todo, la dignidad. No hay miedo, ni cuando un avión militar sobrevoló una tarde la zona en tres ocasiones. “Aquí nos respetamos, nos escuchamos y nos entendemos”, resume un “compa”.

En la emotiva reunión final del Caracol, hay sesión de preguntas. “¿Qué cuántos zapatistas hay? Como ustedes ya se habrán dado cuenta, somos un chingo”. Y se oye una voz femenina que dice: “Nuestra lucha es pacífica porque estamos por la vida y no por la muerte”.

A 10 años de los Caracoles y 20 del levantamiento del EZLN, la autonomía de estas comunidades zapatistas ya no es utopía sino realidad. Y la libertad, algo que se construye día con día, porque, diría el sup Marcos, la libertad se mueve, no puede encadenarse a sí misma.

Aún ahora llevo impregnado el olor a leña en la piel, la mirada de los niños en mi pupila, la música del tzeltal en mis oídos, el corazón inquieto de esperanza y una rima que escuché: En mi casa tengo una mata de sandía/ cuando voy a la escuelita/ me acuerdo de mi rebeldía.

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